a los boxeadores
a los que no bajan la guardia
“Imposible es sólo una gran palabra dicha por hombres pequeños que les resulta más fácil vivir en el mundo que se les ha dado que explorar el poder que tienen para cambiarlo”.
Muhammad Ali
Repasando la vida de Sergio Víctor Palma, un sabio boxeador que logró transcender desde su intelecto las fronteras emocionales que habitan en el corazón de un cuadrilátero, encontré una frase que le pertenece y que sintetiza su manera de afrontar el destino. «Me enseñaron que en la vida cuando te caés, tenés que hacer de cuenta que se te cayó algo, levantarlo y seguir caminando».
Aquella reflexión me motivó para escribir estas líneas, crónica que desea homenajear a todos los boxeadores que aprendieron a levantarse para seguir caminado. Esta columna, también está dedicada a los hombres y a las mujeres que dan batalla día a día, que no bajan la guardia y nunca se contentan con el mundo que les han dado, perseverantes quijotes que exploran desde su fuerza interior el poder que tienen para cambiar la estrella que les tocó en suerte.
Porque son miles, acaso millones, los que caminamos el ring con parsimonia, esperando el momento preciso para sacar nuestro mejor golpe. La defensa en alto, la mirada atenta, el torso sudoroso y el corazón palpitante. La campana llama a la contienda y el rival pega por debajo de la cintura, nos agarra, nos empuja, usa los codos y la cabeza para lastimarnos la mandíbula. El árbitro indiferente hace caso omiso a la burla deportiva y nos rigorea socarronamente cuando vamos al rincón. En la tele los comentaristas esgrimen sus argumentos en favor de los tramposos y se mofan de nuestro coraje, nos denostan y escriben en sus tarjetas un lapidario 10- 6 en favor del mandamás de turno.
Miles, reitero, acaso millones, vemos como el reloj corre y aferrados a las cuerdas de un cuadrilátero imaginario percibimos esa dolorosa imagen del púgil que pega pero no lastima, que pone la mejilla, la mandíbula, el hígado, el pecho, el alma, todo en pos de un nocaut que nunca llega. En el ring side nos putean, algunos en el gallinero increíblemente aplauden al otro y nos gritan que somos apenas unos negros de mierda, rebeldes que no nos conformamos con lo que nos ha tocado en la vida. Vagos que no aceptan las benditas reglas de juego que han impuesto los que escriben y modifican el reglamento a su gusto y en su beneficio.

“Es encarnizada la dura porfía, la pelea es a hierro corto”, diría desde su talento inmortal el maestro Osvaldo Caffarelli. Quizás nos haría falta su acalorado parloteo para afrontar con hidalguía los últimos rounds de una contienda tan desigual como interminable.
En la radio, de manera casi antojadiza, reaparecen en mi memoria adolescente algunas de las frases de cabecera de quien supo ser la voz del boxeo en aquellas maravillosas veladas de los sábados por la noche en el mítico Luna Park. Un héroe radiofónico cuya prodigiosa garganta consagró, desde sus épicas narraciones en la sintonía de LS 5 Radio Rivadavia, a siete campeones de mundo. Osvaldo Caffarelli transmitió la coronación de Nicolino Locche, la de Carlos Monzón, la de Víctor Galíndez, la de Miguel Ángel Castellini, la de Miguel Ángel Cuello, la de Hugo Pastor Corro y por supuesto la de nuestro Uby Sacco.
Hizo dupla profesional con Ernesto Cherquis Bialo y con el recordado Horacio García Blanco, para muchos su compañero ideal. Nació en la Paternal un 27 de octubre de 1928. Se soñó jugador de fútbol pero los malditos meniscos lo sacaron para siempre de la cancha, y entonces, como tantos, optó por el periodismo y el relato deportivo.
“En 1950 de la mano de Alfredo Aróstegui, mi maestro, llegué a Radio Splendid, primero pasaba información desde los estadios y un día comenté Ferro Carril Oeste y Vélez y creo que no lo hice nada mal”. Años después, en enero de 1958 narró su primer combate de box, fue entre Miguel Angel Botta y el chileno Sergio Bahamonde.
“Era mi primera transmisión como relator, iba con mi primo. A mitad de camino paré el coche y le dije que no me animaba, que no podía. Mi primo me aventuró que la pelea iba a durar muy poco, que Botta lo iba a sacar al chileno por nocaut en el primer round. En medio de una lluvia torrencial encendí el auto y llegué al Club Temperley y transmití solo un round. Botta noqueó a Bahamonde a los dos minutos.”
Su pasión profesional sobrevive al borde del ring como la figura de un campeón inmortal que camina la lona con un andar victorioso y transforma ese espacio único e irrepetible en su auténtico lugar en el mundo. Allí, micrófono en mano, hizo gala de un trabajo febril, muy profesional, agotador, tan agotador que necesitaba de una decena de pañuelos para secarse la frente y la boca durante el combate, varias lapiceras para encontrar a tientas en cualquier bolsillo para anotar ideas en el fragor del relato. Y por supuesto un termo con aquel brebaje mágico, receta de su mujer, mezcla de té, limón, miel y azúcar.

Los asiduos concurrentes al templo del box en Corrientes y Bouchard recuerdan sus machetes colgados junto al cuadrilátero. Los que vivíamos pegados a la radio aquellas inolvidables transmisiones atesoramos sus latiguillos, sus preciosas metáforas que marcaron a fuego a muchas generaciones de oyentes.
“Se abren los cortinados. El espectáculo comienza. Balancean sus cuerpos como péndulo de un reloj. Es un combate a hierro corto. El golpe estalla como una granada en medio de su rostro. Flamea como una bandera. La campana les confiere una tregua. Chocan violentamente y de frente como dos locomotoras avanzando sobre una misma vía. Le hace mover la cabeza como el badajo de una campana. Es el hombre de los puños exactos. Lento como un elefante, pero devastador. No hay acción, los boxeadores parecen suspendidos en el vacío. Se abraza al rival como hiedra a la pared. El árbitro es el tercer hombre. Van al clinch y allí mueren las trompadas. Es encarnizada la dura porfía. Un fuego de metralla sobre el mentón de Saldaño”.
Alejado de los rings, recurrió al fútbol; fue en Tucumán donde Caffarelli, fanático de Racing y lector ejemplar, despuntó el vicio siguiendo las campañas de San Martín y Atlético. Murió un 7 de enero de 2002, meses después, víctima del corralito de Domingo Cavallo falleció su compañero, Horacio García Blanco.
Humilde y antojadizo recuerdo para uno de mis héroes de la radio, en tiempo que muchos, miles, acaso millones, todavía caminamos el ring con sapiencia, con parsimonia, con la guardia en alto, esperando el momento preciso para sacar nuestro mejor golpe. La pelea es a hierro corto. Ellos, nuestros contrincantes, lo saben y reescriben obscenamente el reglamento a su gusto y en su beneficio. En el ring side siempre nos putean, en el gallinero, en tanto, los simpatizantes desclasados, vencidos y entregados esperan nuestra derrota. La tele aplaude al tramposo ante la pasividad del árbitro y el tiempo corre, el reloj manda. Millones percibimos en los más profundo de nuestros corazones que estamos en el último round, es ahora o no será nunca.
Una voz cálida y muy querible se trepa al ring y bajo el murmullo de la leonera replica un puñado de frases que nos amasijan el corazón: Una vez más se abren los cortinados. El espectáculo comienza. Los boxeadores balanceamos nuestros cuerpos como péndulo de un reloj, estamos cansados, a veces decepcionados, pero en pelea, lentos como elefantes pero devastadores, suspendidos en el vacío, creyéndonos dueños de los puños exactos mientras ellos nos abrazan como hiedra a la pared. Chocamos violentamente y de frente como dos locomotoras avanzando sobre una misma vía. Los golpes estallan como una granada en medio de nuestro rostro y nos hace flamear como el badajo de una campana.
Reitero, heroicos resistimos a las trampas y a las mentiras, a las agresiones, a la falta de respeto. Estoicos discutimos, pataleamos, proyectamos, aunque ellos, los poderosos, nos llenen la cara de dedos. Indudablemente, es encarnizada la dura porfía, ayer hoy y siempre, en un ring, en política, en la calle, en la vida…
Mario Giannotti
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