Hace 120 años el Vaticano entendió que debía expresarse acerca de las cuestiones que impactaban en el mundo desde el final de la Edad Media. Y tal vez la más profunda de ellas -aún aceptado que las nuevas formas de gobierno suponían la parte más apasionada y violenta de las discusiones- estaba referida a la propiedad privada.
Tras la Revolución Francesa el mundo se debatía buscando resolver la propiedad de la tierra, el destino del trabajo, la organización social y los derechos de quienes producían la riqueza y el destino de los bienes generados por unos pocos y reclamado por millones.
Abocada a su propia organización -producto de los estertores de un tiempo oscuro en el que sus jerarquías y riquezas se compraban y vendían al mejor postor cuando no eran conquistadas por la fuerza- Roma comenzó a posar los ojos en aquella cuestión que aumentaba cada día su volumen de confrontación y se encaminaba a someter al mundo a guerras, revoluciones y el nacimiento de sistemas impensados pocos años antes.
El pontífice León XIII publicó el 15 de mayo de 1891 la encíclica Rerum Novarum , carta magna del orden social. En ella, frente a las tesis socialistas que propugnaban la necesidad de acabar con la propiedad privada y consideraban conveniente que todas las cosas fueran comunes y administradas por las personas que regían el municipio o gobernaban la nación , el obispo de Roma sentencia que el «poseer algo en privado como propio es un derecho dado al hombre por la naturaleza».
Según argumenta el Papa, la circunstancia de que «Dios haya dado la tierra para usufructuarla y disfrutarla a la totalidad del género humano no puede oponerse en modo alguno a la propiedad privada». Y cuando proporcionó esta tierra globalmente a la humanidad no lo hizo «porque quisiera que su posesión fuera indivisa para todos, sino porque no asignó a nadie la parte que habría de poseer, dejando la delimitación de las posesiones privadas a la industria de los individuos y a las instituciones de los pueblos».
La práctica de los siglos ha consagrado a la propiedad privada como algo que merece la pena insistir en ello ya que emerge como una figura acorde con la naturaleza del hombre y «la más conforme con la pacífica y tranquila convivencia».
Resulta lícito, subrayaba Santo Tomás de Aquino, que el hombre posea cosas propias, y además se torna imprescindible para la vida humana por tres motivos: «primero, porque cada uno es más solícito en gestionar aquello que con exclusividad le pertenece que lo que es común a
todos o a muchos, puesto que cada cual, huyendo del trabajo, deja a otros el cuidado de lo que conviene al bien común, como sucede cuando hay multitud de servidores; segundo, porque se administran más ordenadamente las cosas humanas si a cada uno le incumbe el cuidado de sus propios intereses; sin embargo, reinaría confusión si cada cual se cuidara de todo indistintamente; tercero, porque así el estado de paz entre los hombres se mantiene si cada uno está contento con lo suyo.
En la encíclica Rerum Novarum, que publicó el 15 de mayo de 1931, Pío XI, suscribiendo las ideas de su predecesor en la cátedra de San Pedro, estima que la supresión de la propiedad privada, «lejos de redundar en beneficio de la clase trabajadora constituiría la más completa ruina de los proletarios y la más atroz de las injusticias» .
Setenta años después, en el aniversario de la encíclica de aquel Papa de tan marcada formación social, el papa San Juan XXIII publicó el día de San Isidro de 1961 la célebre encíclica Mater et Magistra, que sigue desarrollando la cuestión social a la luz de la doctrina de la Iglesia. Pero va más allá: aquel hombre que se había dispuesto cambiar la anquilosada estructura de la Iglesia a partir de la convocatoria del Concilio Ecuménico Vaticano II se atreve a afirmar que «el derecho de poseer privadamente bienes, incluidos los de carácter instrumental, lo confiere a cada hombre la naturaleza, y el Estado no es dueño, en modo alguno, de abolirlo».
Y consagra en su Pacem in Terris la función social de esa propiedad privada al sostener que debe ser entendida como un derecho indefectiblemente ejercitado «para beneficio propio y utilidad de los demás».
Esa función social de la propiedad privada, fórmula acogida en el art. 33 inc. 2 de las resoluciones del Concilio Ecuménico Vaticano convocado allá en los 60, encarna el último estadio en el lento declive de la visión absolutista del dominio para ingresar en la visión moderna que pretende que los bienes físicos, aún en dominio del individuo, presten un servicio común que los convierta en ariete del desarrollo social.
Podríamos extendernos en antecedentes y documentos de la Iglesia Católica Romana para afirmar cual es el concepto que rige para sus seguidores cuando de propiedad privada, derechos y obligaciones mediante, se trata. Pero hemos preferido remontarnos a 129 años atrás para dar sustento y fundamento a lo que aquí queremos afirmar: el papa Francisco no ha hecho otra cosa, al afirmar que la propiedad privada es un derecho secundario, que sostener la doctrina social de la institución que hoy conduce sin cambiar una coma de lo dispuesto por el Concilio y desarrollado por sus antecesores desde el mismo instante en el que Roma dispuso opinar y definir acerca de cuestiones que irrumpieron en la vida del hombre apenas culminada la Edad Media.
Después, como es lógico, se podrá discutir acerca del acierto o el error de tal convicción. Lo que no puede hacerse es disminuir su palabra a cuestiones de política lugareña, inventar conspiraciones partidarias o buscar interpretaciones forzadas para beneficiar a algunos y complicar a otros tantos.
Cuando sostiene que «la actividad empresarial es esencialmente una noble vocación orientada a producir riqueza y a mejorar el mundo para todos«, esta afirmando que, junto al derecho de propiedad privada, «existe el derecho previo y precedente de la subordinación de toda propiedad privada al destino universal de los bienes de la tierra y, por tanto, el derecho de todos a su uso«.
Y para que no quede duda alguna de su cátedra como continuidad de lo sostenido por la Iglesia desde León XIII hasta el Concilio afirma, citando textualmente los documentos emanados de este último, que «la propiedad privada es un derecho secundario, que depende del derecho primario, que es la destinación universal de los bienes«. ¿Cabe alguna duda acerca de la adhesión de su palabra al pensamiento de la institución?, ¿puede pretenderse algún sesgo partidario cuando la textualidad de lo afirmado está tan en línea con lo sostenido por Roma durante más de un siglo?.
Lo que dice Francisco, lo sostiene la Iglesia. Tal vez por eso, es el Papa…