La aparición de históricos dirigentes, muchos de ellos enfrentados en el pasado, marcan a las claras el hartazgo del peronismo por el avance de quienes solo piensan en caja y poder.
En la política argentina suele confundirse maliciosamente edad con caducidad. El paso de los años, lejos de ser valorado como la llegada de la experiencia y con ella la capacidad de ver las cosas desde un lugar más cercano a la sabiduría del legado que a la ambición del poder, se considera un demérito al que se vincula con la nostalgia y lo decrépito.
Y el peronismo, que supo dinamitar la última chance de reconciliación verdadera cuando dos ancianos líderes -enfrentados sin cuartel durante más de un cuarto de siglo, preso uno y exiliado el otro, tomaron nota de que el único camino era deponer los odios y caminar juntos hacia la reconstrucción de la Argentina.
Pero fue inútil… alrededor de Perón y Balbín ya las facciones luchaban tan solo por ampliar su poder, apropiarse de las estructuras del estado y sacar patente de corso para amigos y seguidores.
Los años venideros demostrarían la magnitud de aquel error, pero ni siquiera un país saqueado y ensangrentado fue suficiente para que, recuperada la democracia, las cosas cambiaran.
Hoy, casi cuatro décadas después, «la política» se ha convertido en una actividad repudiada por la sociedad y en una grosera vía de enriquecimiento para quienes solo pretenden lotear el poder, encaramarse en el manejo de cajas e instituciones y desde allí comprar voluntades y lealtades que los pongan a resguardo de cualquier riesgo personal o político.
Mar del Plata no es por cierto la excepción. Un grupo de dirigentes genéricamente llamado «el ravertismo» -devenido a la ciudad como parte de un sector nacido al amparo de los mimados del poder central que comandados por el hijo de Néstor y Cristina Kirchner adoptaron el absurdo nombre de La Cámpora para que no quedase duda alguna de su visceral desprecio por el peronismo, sus fundadores y su historia- y sin otro argumento que la genuflexión y el silencio ante el asalto al estado, acompañando la siniestra estrategia de asegurar un núcleo duro de votantes dependientes de la ayuda del estado y consolidando una casta dirigencial propia que como un tumor maligno infiltra todo lo que encuentra a su paso, pugna ahora por quedarse en la estructura partidaria para abroquelar en la provincia los restos de un fracaso que no pudieron evitar pese al poder comprado sin remilgo alguno.
Y ya sin disimulo alguno, limar el ya de por sí escaso poder real del presidente Alberto Fernández para llevar adelante el absurdo sueño hegemónico que supieron sintetizar en esa negación democrática que bautizaron «vamos por todo».
Y la respuesta sorprende y obliga a la reflexión: veteranos dirigentes del peronismo local -antaño enfrentados en memorables contiendas internas que llegaron a movilizar decenas de miles de afiliados y militantes- se abroquelan en una especie de «no pasarán» que los une con una generación intermedia harta del dedo de Raverta, de su insignificante grupo de iluminados ganapanes y de una opción que tiene como ecuación final un insólito «perder mucho para cobrar más».
Y de a poco -aunque no pocos- se acercan sectores de una juventud que se sorprende al observar la pasión que «los viejos» le ponen a esta lucha, quizás descubran que el peronismo es mucho más que una repartija de cargos y casi sin proponérselo van convirtiendo lo viejo en la única alternativa a un futuro que de la mano de los burócratas bien pagos será imposible.
Y hay cantos, y reuniones, y ganas de participar y una esperanza cierta de lograr derrotar a los dueños de la billetera fácil que ahora salen a la desesperada a presionar afiliados, con amenazas de retirar planes y empleos, para asegurarse un voto que no han sabido convocar ni desde la ideología, la mística o el respeto.
Ya lo decía Perón cuando los jóvenes de su tiempo final -a los que camporistas y ravertistas quieren representar logrando tan solo convertirse en su caricatura- exigían quedarse con un poder para el que ni se habían preparado ni entendían en la plenitud del equilibrio que se requería: «no se puede tirar un viejo por la ventana todos los días».
Y lo que ocurre por estas horas en el peronismo lugareño parece darle, una vez más, la razón…
POR ADRIAN FREIJO
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