Cuando aquel 11 de setiembre de 2001 dos aeronaves secuestradas por terroristas de la banda integrista de Al Qaeda se estrellaban contra las emblemáticas Torres Gemelas de Nueva York, el cerebro de semejante locura estaba convencido que su golpe maestro sería el más duro que las democracias occidentales, encarnadas en el país líder del mundo capitalista, recibirían en toda su historia.
Que lejos estaba de sospechar siquiera que casi dos décadas después un presidente de aquellos golpeados Estados Unidos se encargaría de asestar un mazazo aún más definitivo a un sistema hoy cuestionado en el mundo entero, no por sus definiciones filosóficas sino por mostrar en forma constante la facilidad que personajes como Adolfo Hitler, Benito Mussolini, Fidel Castro, Nicolás Maduro, Tayyip Erdoğan o ahora Donald Trump la utilizan como vehículo de sus sueños mesiánicos y criminales, engañando a los votantes, manipulando las reglas o controlando tramposamente los poderes del estado para convertirlos en instrumento de sus ambiciones.
El magnate norteamericano, tras cuatro años de manejar a la primer potencia mundial con el mismo talentoso capricho con el que llevó adelante sus empresas, pretendió una gigantesca maniobra de engaño general para perpetrarse en el poder, trampear los resultados comiciales y arrastrar a su nación al fango del peor populismo sin importara el costo que ello pudiese representar.
Caídas todas sus expectativas, agobiado por fallos judiciales que confirmaron la limpieza de los comicios y abandonado hasta por su propio vicepresidente que se negó a cumplir la pretensión de trabar la sesión del Senado que debía consagrar el triunfo de Joe Biden, el presidente saliente ordenó a sus seguidores asaltar las instalaciones del Capitolio -ese símbolo arquitectónico de la democracia occidental- para obligar a la suspensión del acto que allí se estaba desarrollando.
Armados con pistolas, flameando estandartes confederados y en no pocos casos luciendo brazaletes con insignias nazis, los trumpistas enfrentaron a los balazos a las fuerzas de seguridad, obligaron a movilizar a la Guardia Nacional ante el riesgo de que la situación se saliera de control.
Pasarán años hasta que pueda borrarse del conciente colectivo la imagen de uno de los asaltantes ocupando el estrado principal del Congreso
Durante varias horas los representantes y senadores del país más poderoso de la Tierra estuvieron a expensas de un grupo de fanáticos, lanzados al asalto por el propio presidente y su hija desde sus redes sociales y convencidos de que podrían actuar con absoluta impunidad y, tal vez, torcer la voluntad del pueblo estadounidense.
Lo cierto es que, hasta que se produjo su evacuación por parte de las fuerzas de seguridad, los legisladores estuvieron en situación de rehenes de los sediciosos y la sesión del cuerpo, fundamental para oficializar el resultado comicial, fue interrumpida y suspendida.
Durante varias horas los asaltantes se adueñaron del Congreso y mantuvieron como rehenes a los legisladores
Muchos deberán reflexionar los ciudadanos de los EEUU, y sobre todo los dirigentes y seguidores del viejo partido republicano, para resolver si lo ocurrido hoy es un hecho tan repudiable como olvidable que termina con las sanciones penales correspondientes a los autores y ejecutores o por el contrario representa el final de una etapa de plena vigencia de las instituciones para dar paso a una nueva forma de gobierno en la que la demagogia, la violencia, la mentira y la trampa convierten a la nación en el reino del más fuerte.
Donald Trump, soñando en convertirse en un super héroe de los comics que alimentaron su infancia y juventud, terminó logrando ser la continuidad de un líder musulmán que hace 19 años congeló al mundo occidental golpeándolo cruelmente y a traición en el corazón mismo de su desarrollo.
Ya es tiempo de poner final a su locura…